Fiscalidad del ahorro: no es oro todo lo que reluce

Cada vez con más frecuencia se están produciendo manifestaciones públicas en las que se habla de la voluntad de incrementar el año que viene en el IRPF la fiscalidad del ahorro para las rentas más altas. El anuncio ha quedado, en cierto modo, eclipsado por otro paralelo con el mismo propósito recaudatorio para las rentas del trabajo superiores a 140.000 euros anuales.

Quien haya estudiado el IRPF en sus 40 años de existencia en España y conozca el impuesto sabrá que si hay un área compleja es la fiscalidad del ahorro (ocurre en todos los sistemas tributarios avanzados), y cualquier ajuste en la misma afecta desde sus raíces al modelo del impuesto, y a los comportamientos de los ahorradores y de las instituciones financieras. Los objetivos de neutralidad, equidad y eficacia recaudatoria han de primar en esto que últimamente se llama “la fiscalidad de la riqueza”, y que toda la vida ha sido conocido simplemente como la “tributación del patrimonio”.

El modelo de IRPF para gravar intereses, dividendos, seguros de ahorro, plusvalías y minusvalías hoy vigente, fue diseñado en 1996, si bien recibió su arquitectura actual en 2007 y ha funcionado tanto en tiempos de alegrías financieras como de crisis económica, bajo diferentes mayorías parlamentarias. El mismo aplica un gravamen reducido a las rentas del ahorro, que en algún momento fue del 15%, y hoy se sitúa en la horquilla 19-23%, que no alcanza ni de lejos los tipos marginales máximos de las rentas “del esfuerzo” (trabajo y actividades económicas).

No somos muy originales al aplicar este sistema, es el más extendido en el mundo desarrollado, debido al consenso de que el capital viene a ser “trabajo acumulado” (en palabras de Karl Marx), y si se quiere preservar (por no decir fomentar) no debe ser gravado a los tipos marginales tan elevados existentes en el IRPF. Aunque debemos reconocer que en España tenemos un peso reducido en la recaudación de las rentas del ahorro en comparación con las rentas del trabajo (que son las que soportan casi todo el esfuerzo impositivo de los particulares), y que los tipos aplicables a las rentas del ahorro están en el rango medio-bajo del derecho comparado.

A pesar de ello, creo que es un error pensar que como hay recorrido, puede establecerse fácilmente un tipo incrementado para estas rentas, o incluso un gravamen nominal sobre ellas. No es así por las siguientes razones principales:

  • Se ignora la inflación: si hace 20 años un contribuyente compró acciones (o un inmueble) por 1.000 euros y hoy las vendo por 1500 euros, debería pagar por una ganancia nominal de 500 euros, aunque realmente he perdido riqueza real al no haber podido vencer a la inflación. Los gravámenes del ahorro a tipos equivalentes a los del trabajo deben tener mecanismos correctores de la inflación, si se quiere un impuesto justo.
  • El IRPF no actúa donde lo hace un esquema de diferimiento temporal de las rentas (“mientras no venda, reembolso o transmita, no pago”). Por tanto, tipos elevados de gravamen son inmunes para las rentas que pueden diferirse, y provocan dos efectos: uno, la proliferación de productos de inversión que permiten diferimiento (muchos son los productos que adaptan su oferta comercial a las fiscalidad vigente en cada momento); y otro, que quien puede no transmite y acumula rentas sin tributar, esperando que la lluvia escampe. Y normalmente puede diferir quien tiene alta capacidad económica para hacerlo.
  •  La comparación de la tributación del ahorro en sede de las personas físicas (IRPF) con la derivada de vehículos societarios, como una simple sociedad patrimonial, una SICAV o una sociedad extranjera de baja tributación. Un impuesto alto en el IRPF abona la tentación de escapar al Impuesto sobre Sociedades, de aquí o de allá, bajo economías de opción, aunque algunas veces solo están al alcance de los altos patrimonios.
  • La solución que debe darse a las pérdidas fiscales, porque un ahorrador a veces gana con sus inversiones pero otras muchas veces pierde, y si se da un bocado fiscal del 40% a las plusvalías, implica al contrario que las minusvalías quieran recuperar de Hacienda el mismo 40%, como crédito fiscal frente a otras rentas sometidas al mismo esfuerzo tributario (y así limitar la pérdida al 60% después de impuestos).

Sirvan estas líneas solo para recordar que quizá sea el momento de afrontar de forma más ambiciosa el modelo de fiscalidad patrimonial que requiere España, que va mucho más allá de subir los tipos del IRPF, y que obliga a cubrir otras manifestaciones impositivas como el devengo temporal de las rentas en el IRPF, el marco fiscal de la previsión social voluntaria, o el modelo de Impuesto de Sucesiones y Donaciones, Impuesto sobre el Patrimonio, Impuesto sobre Sociedades, e incluso los impuestos locales que gravan la propiedad inmobiliaria y los diferentes gravámenes indirectos que afectan a las transmisiones.

Tribuna publicada originalmente en Expansión el 11 de octubre 2018.